Me levanto calmadamente como hago casi todos los sábados. Abro las ventanas y siento la fresca brisa de la mañana que inunda toda la casa. Me apresto a escuchar la hermosa disonancia construída por la vorágine urbana que proviene de un territorio más allá de mis dominios.
Esos sonidos me hacen pensar en Alberto Ginastera, el compositor argentino. Pienso en su concierto para piano números uno y dos, una de mis piezas clásicas favoritas. Alcanzo mi reproductor de eme pe tres y comienzo a escuchar ese magnífico trabajo de arquitectura sonora para comenzar un día que promete ser bastante productivo. Me dispongo a abordar mi faena con mucho optimismo.
Opus 28, número uno: Cadenza e varianti. La introducción. Dramática y conflictiva. El contundente piano de De Marinis cabalgando escalas de altos a bajos por todo el pentagrama.
Me detengo en la intersección a esperar el cambio de luz. Miro alrededor y veo un deambulante en cada semáforo; esos vegetales humanos que decidieron en algún momento desconectarse del mundo real y, con la ayuda del Gobierno, dedicarse a una vida de ocio e improductividad, reafirmada por la epidemia de la drogadicción.
Uno de ellos se acerca a la ventana de mi auto y, mostrándo una despiadada herida en carne viva que decora su pierna derecha, me extiende la mano para recibir la tan anhelada cooperación que promueva su “cura”. Desde mi burbuja automotriz le dejo saber con otro gesto que no tengo dinero. Molesto, comienza a agitar sus manos de manera amenazante y a gritar palabras –presumiblemente soeces- que no puedo alcanzar a escuchar. Luego, se mueve hacia el carro que espera detrás del mío y procede con su deliberado y bien practicado ritual.
Veo el decaimiento y la ansiedad.
Opus 28, número dos: Scherzo Allucinante. Sutil y etéreo. Poco a poco se siente la orquesta reverberando sutilmente hacia la entrada del piano que juguetea coqueto con las texturas sonoras que lo acompañan.
Me dispongo a salir hacia la avenida principal que discurre frente a mi urbanización y, de repente, como un celaje, se me abalanza otro automóvil que no respeta la señal de alto. Tuve que maniobrar rápidamente para evitar una colisión. Miro y sí, correctamente, yo tengo el derecho al paso; la luz está a mi favor. Me fijo dentro del lujoso auto europeo y veo a un señor sesentón que articula con sus manos mil y un gestos de desprecio; como si hubiera sido yo el culpable del casi nefasto encuentro.
Huelo la desesperación y la agresividad.
Opus 28, número tres: Adagissimo. Un violín solitario entra a la escena musical mientras que, nuevamente, se fermenta una melodía en el fondo. La orquesta entra con toda su fuerza para dar paso a la cabalgata orquestal.
Llego a la gasolinera. Pienso que es un lugar más seguro que las abominables carreteras de nuestro inestable país. Me estaciono en la bomba número siete y me dirijo hacia la caja registradora para pagar y llenar el tanque de gasolina de mi auto.
Detrás del mostrador, una joven de unos 25 años. Prendada con gruesas pulseras de oro y pantallas gigantescas –el proverbial bling bling de nuestros tiempos- que hacían juego con sus uñas de casi seis pulgadas de largo, decoradas con los más intrincados diseños orientales, habla por su celular mientras mastica vehementemente su goma de mascar.
La línea de clientes se hace más larga a medida que pasan los minutos y la incomodidad de los parroquianos se hace evidente.
-Permiso, tenemos un poquito de prisa. ¿Podrías colgar el telefonito y atendernos?-
Esboza la más atrevida y audaz de las clientas.
Con una mirada de displicencia y odio, la joven procede a despedirse con toda calma de su interlocutor no sin antes hacerle la salvedad de que "ya empezaron a joder los clientes". Con exacerbante lentitud continúa con su faena.
Siento la arrogancia y la apatía.
Opus 28, número cuatro: Toccata concertanta. Los instrumentos de viento anuncian la entrada de la nerviosa melodía que se convierte en una marcha de inmensurable complejidad como sólo Ginastera sabe hacerlo.
Me dispongo a aprovechar el día para comprar provisiones. Un simple viaje, que promete ser un menester tan sencillo como visitar el súpermercado para comprar víveres, se convirte en una terrible visita hasta las abismales profundidades del mismísimo infierno de Dante.
Al llegar al estacionamiento, me dispongo a esperar mi turno por un automóvil que hace su salida. De repente, una camioneta entra como un bólido y se apodera de ese espacio. Me quedo petrificado. Del demacrado vehículo sale una mujer regordeta con cinco pequeños que me mira de mala gana y entra rápidamente al mercado.
Respiro hondo y entro. El ambiente en el establecimiento es tenso. Las personas se notan inquietas y sumamente irritables. Los carritos navegan raudos y amenazantes por los pasillos. Una señora, de aparente estatus social, empuja apresurada su carro de compras atentando contra el paso de unos niños que, a gritos y sin restricciones, entran al mercado asechando todo lo que encuentran a su paso. Otras dos “damas” discuten acaloradamente en una de las cajas de pago, tratando de deliberar quién robó el turno de quién mientras la dependiente mira entretenida por el espectáculo.
Varias ancianas arremeten contra mí, despavoridas y con una prisa que no comprendo. Me detengo frente a la sección de la pasta, me dispongo a agarrar una caja de rotini. De pronto, un hombre viejo se interpone entre la góndola y este asustado narrador estacianándose frente a mí sin remordimiento alguno, impidiendo el proceso que me disponía a ejecutar.
Logro sobrevivir la odisea. Al salir, veo tres carritos aglomerados frente a mi auto que está estacionado a sólo dos espacios del santo lugar dispuesto para la acumulación de esos artefactos posmodernistas.
Percibo la rabia y la depresión.
Entro totalmente espantado a mi automóvil . Miro la pantalla del reproductor de eme pe tres y me percato de que aún faltas cinco movimientos de la obra por escuchar. De un zarpazo me quito los audífonos y me doy cuenta que realmente, en este país no se puede vivir escuchando a Ginastera.
lunes, 23 de agosto de 2010
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